Namibia: cuando la realidad supera la ficción.

28 08 2008

Desde el aire © Miguel Ramo

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… y de repente uno se encuentra sobrevolando otro planeta sin recordar haber abandonado el propio.

Los colores, absolutamente irreales, se solapan los unos a los otros en una silenciosa guerra a través del espacio. Verdes extremos entran en competencia con rojos absolutos y sorprendentes violetas mientras los amarillos, ocres y marrones compiten entre sí por una parte del inmenso paisaje. Mientras tanto, el cielo, inmaculadamente azul, permanece ajeno a la contienda, observando la lucha fratricida desde su privilegiada posición.

El relieve propio del lugar no es ajeno a la lucha y aporta la base de la pintura. Planicies interminables que se convierten en montañas. Más planicies interminables que aparentemente optan por morir al borde del mar en un intento desesperado de llegar más lejos todavía. Incluso más planicies infinitas que se pierden en la lejanía intentando convencernos para que las sigamos y persigamos en un viaje hacia lo desconocido que se nos antoja fascinante en cualquier dirección.

Las texturas inóspitas en tierra adquieren vida propia desde el cielo. Esas arrugas y protuberancias son la piel de un gigante invisible que sospechamos podría ponerse en pie en cualquier instante. De momento permanece tumbado, fundido con el entorno, como si de un camaleón se tratase. Parece querer pasar inadvertido sin conseguirlo, permanecer agazapado para sorprendernos y hay que reconocer que lo consigue sin ni siquiera inmutarse.

La arena, sin lugar a dudas, es la gran soberana del lugar. Vaga a sus anchas por el país y se permite la libertad de cambiar el color de su manto de forma caprichosa, sin obedecer a nada ni a nadie. Es el poder en estado puro, la demostración de que, algo tan minúsculo y aparentemente insignificante, que incluso se nos escapa entre los dedos, crea las reglas de supervivencia y muerte del habitat natural y austero que nos maravilla. Rizándose con el viento o despeinándose por rachas, jugará consigo misma hasta conseguir formas arítmicas o simetrías perfectas, todo ello sin premeditación, dejándose llevar, flirteando con los elementos, haciendo infinitos guiños de complicidad a aquellos que miramos hipnotizados, sin poder controlar la baba que perla por las comisuras de nuestros labios.

Una vez alcanzado el atlántico, la costa se nos muestra con espectacularidad, con grandiosidad, alternando la nada con dunas a pie de agua, fauna entresacada de libros exóticos y paisajes abandonados que parecen haber sobrevivido milagrosamente a alguna hecatombe. La gran barrera natural es la única capaz de contener el paisaje desbordante para impedir que invada el resto del mundo.

Finalmente la inmensidad se pierde por el horizonte dejándonos un trasgusto agridulce, la excusa perfecta para volver una y otra vez a este fantástico país de los mil y un paisajes que es Namibia.


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